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Morante de la Puebla: El arte como refugio y Madrid como redención

Pocas veces la historia del toreo ofrece episodios en los que la gloria se entrelaza tan profundamente con las sombras del alma. La primera salida por la Puerta Grande de Las Ventas de José Antonio Morante Camacho, el  pasado 8 de junio, no solo fue un hito artístico; fue también una victoria íntima, casi terapéutica, de un hombre que ha convivido durante años con el peso invisible de la depresión.

Durante más de 25 años de alternativa, Morante no había logrado abrir la Puerta Grande de Madrid. Para los toreros, esa plaza es el lugar donde se consolidan mitos. Para Morante, era también un símbolo de una deuda pendiente con su arte, con su historia y, en cierto modo, consigo mismo. Sin embargo, la espera no fue solo artística. Durante ese tiempo, Morante libraba una batalla más sutil y cruel: la batalla contra su mente.

La tauromaquia del de la Puebla es única: barroca, pausada, profundamente estética. Su toreo no responde a la técnica pura, sino al impulso emocional, a la inspiración que solo puede nacer de alguien que ha conocido el abismo. Su personalidad torera, tan alejada de la linealidad triunfalista de otros, responde a una necesidad interna de canalizar el dolor en belleza. Su capote y su muleta se han convertido en pinceles de una obra que mezcla la tragedia con la esperanza.

Cuando el propio Morante declaró: “el toro me ha salvado la vida”, no fue una metáfora ligera. Durante los últimos años ha vivido episodios de ansiedad paralizante, crisis existenciales, tratamientos psiquiátricos agresivos y una profunda desconexión con la realidad. En sus palabras: “pensé en la muerte como un descanso” conmueve no solo por ser una desgarradora declaración. En un mundo como el del toro, donde tradicionalmente se ha exaltado la dureza y la impasibilidad emocional, las confesiones de Morante tienen un peso revolucionario. Hablar abiertamente de depresión, de tratamientos mentales, de miedo, es romper con una estructura de silencio que ha dominado la masculinidad taurina durante siglos.

 

 

La corrida de la Beneficencia no fue una corrida más. Desde el paseíllo, algo vibraba diferente. Morante, enfrentando toros de Juan Pedro Domecq, toreó con una serenidad violenta. Sus verónicas fueron lentas, como si cada lance pesara décadas de espera. En la faena de muleta, toreó con una hondura que paralizó el tiempo. Madrid, que siempre lo había observado con una mezcla de admiración y escepticismo, se rindió.

El premio: dos orejas. La consecuencia: su primera salida por la Puerta Grande de Las Ventas. Pero más allá de los trofeos, ese momento representó la reconciliación con su historia. Salió en volandas, no solo por el fervor popular, sino porque la propia vida —la que tantas veces se le hizo insoportable— lo alzó como símbolo de resistencia.

Morante no solo ha abierto una conversación incómoda, sino que lo ha hecho desde la cima de su arte. Ha demostrado que un hombre puede ser valiente en la arena y frágil en su vida personal; que ambas cosas no se excluyen, sino que se potencian. El dolor, lejos de impedirle triunfar, ha dotado a su arte de una profundidad imposible de simular.

En un acto de liberación personal, la Puerta Grande es  un símbolo de que incluso los espíritus más sensibles, más azotados por el dolor psicológico, pueden alcanzar la luz. Ese día no solo triunfó el torero; triunfó el hombre que ha aprendido a convivir con su sufrimiento y a transformarlo en belleza.

La historia de Morante se vuelve esencial: no solo por su valor artístico, sino por su valentía humana. El ruedo fue el escenario, pero la verdadera faena fue la que libró, y sigue librando, en su interior.

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