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Morante de la Puebla despedida

MORANTE Y AMÉN

Hoy, 12 de octubre de 2025 — Día de la Hispanidad —, Madrid fue testigo de un instante que pocas crónicas podrán olvidar: Morante de la Puebla, tras una tarde encendida en Las Ventas, decidió abandonar definitivamente el ruedo.

Se cortó la coleta en el centro del ruedo, ante el éxtasis del público, dando fin a una trayectoria que excede lo meramente taurino para tornarse en mito.


El escenario del adiós

Pocas plazas poseen el rigor, el eco y el peso simbólico de Las Ventas, y pocas fechas acaso eran más aptas para una despedida de altura.

Que semejante anuncio llegara en el festejo de la Hispanidad, en un día de reafirmación solemne, no puede interpretarse como una coincidencia menor: era declarar con rotundidad que esa historia que fue el toreo de Morante reverberará aún en los días que siguen, incluso cuando él ya no pise la arena.

Había comenzado el día con un festival homenaje a Antoñete —obra que el propio Morante impulsó— y en la tarde, con el cartel de “no hay billetes”, la plaza estaba ya impregnada de expectación y emoción contenida.

El toro que cerró su historia fue noble, sin demasiadas armas, pero no por eso menos digno. Desde la voltereta monumental al recibirlo con el capote hasta la faena que se reconstruyó en el filo de los límites, todo parecía confluir en un rito de despedida.

Morante sufrió el impacto, quedó más que sentido en el albero. No quiso ir a la enfermería: quiso volver. Y lo hizo.

Quiso, porque sabía que, en ese momento, no bastaban las razones físicas ni la lógica del riesgo: solo el alma podía seguir.

Lo que vino entonces fue coraje, temple, una sucesión de muletazos con la mano derecha —escasos quizá en cantidad— pero desbordantes en intención.

Algún pase por bajo que hizo contener la respiración, un cambio de mano que retroalimentó el fervor, el silencio que reclamaba lo que solo él podía entregar: arte en su forma más desnuda.

La estocada fue de literatura: en lo alto, rotunda, y tras ella la ovación. Las dos orejas.

Y la vuelta al ruedo pausada, solemne, como si el tiempo hubiera cedido ante esa verdad que se estaba escribiendo.

Y entonces, el gesto.

Morante fue al centro. Las manos buscaron la coleta. Silencio, murmullos, la incredulidad flotando en el aire.

Y con paso templadísimo —sin alharacas, sin gritos excesivos— cortó el añadido, en el acto más hipócrita de todas las despedidas: no fue despedido, sino que se marchó por voluntad propia.

La Plaza estalló: pañuelos al aire, ovaciones, un clamor que no pudo ser menos que himno y plegaria.

Lo sacaron a hombros, pero Morante ya no era solo torero: era leyenda viva.


¿Justicia a las dos orejas? Un gesto trascendente

Surge inevitable la discusión: ¿eran justas esas dos orejas para un toro noble, acaso algo plano de recorrido?

Algunos dirán que fue exceso de fervor, concesión del júbilo morantista, tributo emocional más que taurino.

Otros que fue concesión de la gloria merecida.

Pero cabe apuntar algo menos banal: más allá de lo exacto o lo discutible, el arte de Morante reside en lo intangible, en cómo él transforma la materia —aunque sea poca— en impulso poético.

Construyó con un toro que no ofrecía grandilocuencia, pero que le permitió sostener la atmósfera, diversificar la expresión, y sobre todo imponer la verdad de su toreo en cada gesto.

Esa capacidad de edificar monumentos con poco mozo, con el esbozo de la belleza, eso es lo que fue premiado.

Y en el caso de una despedida así, lo simbólico y lo estético pesan más que los cálculos convencionales.

Quizá, en efecto, la grandeza de su adiós está en eso: en elevar lo mínimo hacia lo máximo, en darle sentido al instante hasta convertirlo en símbolo.

Lo esperable hubiera sido un toro bravo, un cartel enorme, un clímax monumental.

Pero Morante lo hizo con lo justo, con límite, con riesgo. Y eso lo engrandece aún más.

 


Morante, el artista raro, el revolucionario

José Antonio Morante Camacho era —y ahora será en su silencio activo— un enigma dentro del toreo.

Nació en La Puebla del Río en 1979 (cumplirá 46 años) y tomó la alternativa en 1997.

Su carrera ha sido atravesada por retiradas y regresos, por ascensos y silencios, por demonios interiores que él mismo ha desnudado públicamente.

Ha sido además un agente de transformación:

en 2023, consiguió que un diestro a pie cortara un rabo en Sevilla tras más de medio siglo sin que ocurriera.

En 2025 dio fuertes golpes mediáticos y artísticos en su temporada: abrir puerta grande en Madrid, emocionar en San Isidro, alterar cánones.

Morante fue un revolucionario del tiempo: quería que el toreo se ralentizara, que cada pase pesara, que la espera y el susurro tuvieran tanto valor como el estruendo.

Sus detractores lo acusaban de excentricidad, sus seguidores lo consideraban voz auténtica de la tauromaquia moderna.

Pero siempre fue fiel a sí mismo.

En esta temporada final quiso unir su despedida con un homenaje:

por la mañana impulsó el festival a Antoñete, con artistas de talla y el compromiso de erigir un monumento.

En la tarde se desligó del cartel de lo previsible y se desprendió del añadido con absoluta libertad simbólica.

Lo hizo suyo hasta el último segundo.


El valor del silencio que sigue

Cuando Morante abandonó Las Ventas, no quedó únicamente la imagen del torero que se retira.

Quedó el vacío que propicia la imaginación, el desafío que interroga las formas del toreo, la pregunta:

¿qué sigue cuando se apaga la antorcha más luminosa?

Su retirada no es huida, no es clausura: es acto de liberación y de tránsito.

Él no se va; se disuelve en su propia leyenda.

Y en ese acto final cabe el verbo “amén”: porque Morante no pidió permiso a nadie sino al acto poético, al secreto del ruedo, al pacto entre el público y el misterio.

En el silencio que vendrá, muchos seguirán viendo su sombra, escuchando su frase estética, recordando la pureza y el filo.

Morante sale del ruedo, pero el toreo moderno queda sustancialmente alterado.

Queda un adiós que no se olvida.

Queda una música invisible que seguirá vibrando mientras haya toros, emoción y búsqueda.

Y queda el legado de un artista raro, único:

Morante y amén.

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